La ciudad: una boricua en el extranjero

La ciudad: una boricua en el extranjero

Foto de archivo.

En el último mes, mis pies han pisado y recorrido, aceras, recovecos, sucio, basura, olores de esta ciudad. En un mes me atrevo decir que ya reconozco cuáles son sus caminos, y me pierdo menos que en la colonia tan familiar y extraña. Siempre ajena.

Mis muslos recienten el andar del diario –algo a lo que no estaban acostumbrados– y de momento pesa menos, se acostumbran. Las carnes flácidas hacen el intento de endurecerse. Los tenis en el paso de un mes ya están de botar, las suelas no tienen ‘grip’, y están más sucios de lo que jamás he visto algún calzado mío. No duran lo mismo que en el carro que conducía, sus caminos no transitan en losetas, tienen fecha de vencimiento precipitado.

Todo aquí es nuevo, pero viejo a la vez. Puedo identificar la arquitectura europea recalcada a su manera en América. Lo romántico del casco antiguo, las casitas y balcones del Viejo San Juan. Lo monumental de sus edificios de centro económico y cultural vistos en Buenos Aires.

En mis oídos hay bullicio, gente que habla, canta, come y bebe a toda hora, en cualquier esquina, sin importar el vecindario. Se intensifica la risa, a veces parecida al llanto, sobre todo del borracho. Apenas escucho aquel silencio del suburbio, y su interrupción de vez en cuando por las gomas pisando el asfalto de en urbanización con control de acceso.

Aquí soy una nadie, o mejor dicho, una más. Me escondo detrás de este nuevo antifaz y me desenmascaran con prontitud, me dicen hispana –algo extraño a mis oídos–. Con esto olvido el privilegio que impregno, la cara perfilada, el tono blanco de mi piel, la clase que dicen que ostenta mi ropa y mi manera de expresarme.

En un mes no extraño mucho, por no decir que no extraño nada. En un mes me gusta el anonimato, ser la única que sabe de la crisis de mi tierra, del shock yanqui cultural. Me desapego de la política, de la preocupación de que personas como Joanne Rodríguez Veve ostenten un escaño en el Senado.

En tan poco tiempo enfrento nuevos problemas y algunas injusticias. El colonialismo se me enfrenta cara a cara con el nombre de racismo. He llorado por la búsqueda de un piso, he soportado las miradas con prejuicio, que pregunten por la seguridad de pago.

No se crean que aquí todo es bello, pero sus problemáticas me son ajenas. No me duelen, o al menos duelen menos que en aquel bosque tropical maquillado con carreteras e ínfulas de progreso retratadas en un tren urbano. La ciudad aquí impera, se impone; no hay casas con patio, solo edificios con pisos que nos fragmentan. Aquí el verdor se asoma solo en los parques y no a los márgenes de la autopista que intentan tragarla, reclamando el terreno perdido.

La distancia me hace bien, aunque me critiquen por reconocerlo. Sin embargo, mis ideas transitan entre contradicciones aparentes. No quiero menospreciar el agua de mar, el sol parecido al fuego que me crió, la manteca de mi abuela, la Universidad que se defiende ante el colapso. No quiero llegar a conclusiones colonizadas de aquí es mejor que allá.

El aire frío entra en mis fosas nasales, de momento helado me ahoga al entrar en mis pulmones. Respiro de nuevo, ahora quema menos. Regreso al piso y prendo la calefacción. Prefiero el calor mil veces antes que el frío, y aún no ha llegado el invierno.


Sobre Kristine Drowne
Kristine Drowne

Kristine Drowne nació en San Juan Puerto Rico, en septiembre de 1994.


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