Ya es hora  

Ya es hora  

Foto de archivo | Facebook Colectiva Feminista en Construcción

Por Josué Montijo

Karina mete un dedo en su copa menstrual y pinta rayas de sangre sobre los pómulos de Verónica. Dos a cada lado de la cara. Horizontales, gruesas, oscuras.

Una de las rayas se chorrea un poco. Karina, perfeccionista al fin, la corrige inmediatamente. La otra sonríe. Conoce las manías de su compañera.

Verónica se mira en el espejo de la sala. Recoge sus rizos en un moño y mueve la cabeza de lado a lado para verse en diversos ángulos. Lo hace despacio para no perderse ningún detalle. Acerca la punta de sus dedos a la cara, sin tocarla, como si con ello pretendiera fijar totalmente lo pintado. Le gustan sus rayas, sobre todo el contraste que ejerce el color de la sangre sobre su piel.

A continuación introduce su dedo índice en la copa y le pinta unas bastante parecidas a Karina. Se le ocurre trazarle otra que va desde la mitad de la frente hasta la punta de la nariz. Queda más fina que las demás pero no le molesta. Con la mano la invita a mirarse en el mismo espejo. Karina lo hace. Su sonrisa aprueba lo visto.

Se paran una frente a la otra para observarse detenidamente. No solo las rayas sino el rostro entero. Es algo que hacen a menudo. Contemplarse por ratos como un ejercicio de mutua atención. De sosegada apreciación. Un gesto de amor pensado para burlar las prisas y las ansiedades del día y, de paso, corroborar con entusiasmo por qué se atraen tanto.

A veces apalabran lo que ven. También lo que les incita. Son hábiles usando las palabras. Nunca escatiman en ellas.

En otras solo dejan que las miradas paseen a sus anchas. Con calma. Siempre con calma. Miradas plácidas. Miradas golosas. Puro disfrute. Luego exponen las sensaciones generadas según se les antoje.

Para ellas es un juego de placer. Esencial en su rutina de pareja.

Lo de las rayas de sangre comenzó como una broma. Hablaban sobre un libro de Rebecca Solnit, entre tacos de cochinita pibil y cerveza negra, cuando la idea de pintarse la cara con su propia sangre surgió de repente. Pintarse como bárbaras que van a la guerra. La imagen les voló la cabeza y rieron con ganas. Bárbaras. Hasta imaginaron las formas a dibujarse. Al principio Verónica sugirió florecitas. Imagínate, dijo entre risas, flores sangrientas sobre el rostro de las bellas damas. Así estuvieron un rato hasta que la broma tomó algo de seriedad y decidieron. ¿Por qué no? Rayarse la cara con sangre menstrual como acto estéticamente transgresivo. Por ahí lo pensaron. Algo para joder con lo prudente, con lo pulcro, con los ascos al uso. Para burlarse de toda esa mierda de la privacidad del cuerpo femenino y sus cosas desagradables. Pintarse con sangre por estricta y deleitosa incorrección. Para trastear con los tabúes que nos unen, haciendo lo que verdaderamente les plazca. La mínima revolución de todos los días. Hacer sin rendir cuentas a nadie. Provocar. Que les encanta. Escalar la confrontación. Desestabilizar. Jugosa palabra para ambas. Ser cerreras, volátiles, peligrosas. Ser inmisericordes. Atronadoras.

Verónica y Karina no están solas. Muchas piensan igual. Por eso se organizaron. Por eso su colectivo de acción directa. Son bárbaras que van a la guerra. Porque están hartas. Con todas las fuerzas. Desde las tripas. Hartas y asqueadas y rabiosas contra el puñetero patriarcado y las injusticias y las violencias y que se les haga invisibles e inaudibles y del mandato a la obediencia y de vivir la vida como si se tuviera dueño y que se les crea incapaces de hablar y pensar y que se les tome por locas y de que se diga por ellas lo que ha ocurrido y lo que no y de la amenaza constante y de vivir bajo tensión, bajo terror y hartas del acoso, sí, encabronadamente hartas del acecho, de que las violen y de tener que ser hipervigilantes y que eso sea lo cotidiano y no lo excepcional y de que se les fuerce a mantener en privado todo lo sufrido y lo gozado y de que sean miles y miles y miles las historias sepultadas de abusos, de violencias, de violaciones y que así se les restrelle en la cara su vulnerabilidad, su precariedad, su mortalidad.

Hartas. Hartas. Hartas de todo eso. Y puestas pal problema. El que sea, como sea, donde sea. Porque calladas no se van a quedar. Paralizadas no más.

Suena el teléfono. Es un mensaje de wasap que Karina lee y contesta rápido. Verónica no pregunta. Sabe de qué va. Ya es hora.

En la televisión reportan sobre el más reciente feminicidio. Once en apenas cuatro meses. Encontraron el cuerpo tirado en un pastizal. Mencionan disparos, quemaduras, un sospechoso.

Apagan el televisor. Les basta lo escuchado. La rabia acrecienta. Por el asesinato de la joven de veintiséis años y por el morbo de la prensa repitiendo lo macabro. Rabia, y no poca.

Cada una coge sus cosas. Cotejan lo que llevan. En la puerta se miran a los ojos. Se toman las manos. Se besan. Intercambian palabras de amor, de compromiso, de sororidad. Nos tenemos, se dicen. Y salen a encontrarse con todas las demás.

A encontrarse con las bárbaras. Las del colectivo.

Algunas quemarán todo lo que encuentren de frente. Es lo planificado.

Otras, como Verónica y Karina, ajustarán cuentas con ciertos abusadores. Les darán lo que les toca, inmisericordemente.


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