Reflejos de la pobreza en cuatro generaciones... y el amor

Reflejos de la pobreza en cuatro generaciones... y el amor

En las décadas de los 40 y 50, en una casita de madera a la luz de la luna podían vivir más de diez personas. Familias formadas por la necesidad. Unos dormidos en el mueble, en un catre y hasta en el piso. Para esos tiempos la población creció. Hubo un descenso en la mortalidad y un aumento en la natalidad, lo que le dio más definición a la pobreza, mayormente en las zonas rurales. Se sabía dividir una bolsa de arroz entre mucha gente, con viandas, sin carne, y con gusto, si comoquiera eso era para los ricos.

La historia no es nueva, que unos abuelos acepten y críen a sus nietos como sus hijos ha formado parte de la historia de muchas familias puertorriqueñas. Ángel Luis Pérez y Virginia Mercado son una pareja del pueblo de Bayamón que, individualmente y sin conocerse, crecieron en las casas de sus abuelos desde pequeños.

Esa etapa de la niñez los marcó para siempre, pues a pesar de tener un techo y un poco de comida, sin ser ellos culpables de nada, eran los arrimados de sus familias.

Los abuelos de Ángel, don Tomás y su esposa doña Ana, tenían once hijos de casi la misma edad que él cuando lo recibieron en su casa. Su madre doña Cucha tuvo que repartir sus seis hijos para que no murieran de hambre. Luego de que su esposo la abandonó no tenía nada que darles, a veces tenían que comer barro.

Era de suponer quién se encargaría de todas las tareas de la casa. Mientras sus ahora “hermanos” dormían tranquilamente antes de ir a la escuela, a don Ángel lo levantaban a las cuatro de la mañana para ordeñar las vacas, preparar la leña y alimentar a los animales antes de irse a estudiar, un lujo en el barrio de Guaraguao. Esta era su rutina día y noche; sus abuelos impidieron que muriera de hambre, aunque viviera en condiciones difíciles, con poquito.“Y yo dormía en un catre, cuando me acostaba se hundía en la parte del medio”, recuerda.

A Virginia también la recogieron sus abuelos. Su madre la tuvo a los 14 años en Estados Unidos y no podía mantenerla, por lo que la trajeron a Puerto Rico y se hicieron cargo de ella. Ya se habían ido de la casa seis de sus nueve tías para cuando ella llegó. Casi todas se habían casado, las demás eran un poco mayores y ella era la menor de la casa, así que le tocaba encargarse de las tareas y de ayudar a los abuelos.

Se comía lo que se sembraba. Comer carne era un lujo o cosa de domingos. Ella cortaba leña, alimentaba y limpiaba los animales y cuando tenía que bajar al pueblo por un recado “me llevaba dos pares de zapatos. Los que tenía puestos más unos en la mano porque se me ensuciaban con la tierra colorada por el camino. Se me llenaban los pies de fango”. Era el campo y no era fácil, pero debía seguir haciéndolo.

Ambos se conocieron mientras trabajaban en Belk Lindsey, una tienda por departamentos en el centro comercial Santa Rosa. Él la visitaba constantemente a su área hasta que comenzó su noviazgo.

Poco después se casaron. Él a los 26 y ella a los 17, con nueve años de edad de diferencia, pero con muchos deseos de superarse juntos.

Angel y Virginia el día de su boda

Tuvieron tres hijas. Ellas en cambio no fueron criadas por sus abuelos, sino casi, por ellas mismas. Inconscientemente, entre turno y turno, trabajo y trabajo, Ángel y Virginia estuvieron ausentes en muchas ocasiones en la vida de sus hijas.

Las tres hijas de la pareja junto con sus padres

La segunda, Johara (extrema derecha), recuerda con nostalgia como su padre hacía lo posible por estar ahí en los días más importantes “si recuerdo haber visto a papi en las graduaciones, siempre llegaba tarde, pero llegaba, aunque fuera con el uniforme de Payco (la compañía en la que trabajaba su padre)”. No podían faltar a sus empleos, eran tres niñas y necesitaban el dinero. Luego de llegar de la escuela, caminando juntas, las tres hermanas se encargaban de todas las tareas de la casa. Tenían que ayudar de alguna forma.

Desde muy jóvenes Ángel y Virginia supieron lo que era la necesidad y buscaron la forma de que sus hijas no tuvieran que conocer la misma cara de ella. Las niñas crecieron en su casa, con sus padres. Al menos en las noches, cuando por unas horas podían compartir con ellos antes de que se fueran a dormir para trabajar al otro día. Ellos estuvieron ahí, como pudieron.

Sí, seguramente lo que querían era evitar que a sus hijas les faltara sus padres, como a ellos, o que sobraran en alguna otra familia. Trabajaron tanto y tanto que lo lograron, sacrificando mucho en el camino.

* Este reportaje forma parte de la serie sobre “Pobreza y desigualdad social en Puerto Rico” preparado por los alumnos del curso “Redacción periodística” que dicta el profesor Luis Fernando Coss en el Recinto de Río Piedras, Universidad de Puerto Rico.


Sobre Khyomara Santana
Khyomara Santana

Es estudiante de Información y Periodismo de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Colabora con Puerto Rico Te Quiero como parte del curso Redacción Periodística II.


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