El país que no duerme

El país que no duerme

Mi paso por el periodismo fue una lucha constante. El tiempo no logró domar ese espíritu contestatario que llevo en mi ADN y me lanzó a la defensa férrea de mis posiciones, pero eso puede costar caro cuando la insurgencia es contra las posturas de tu patrono. En mi caso, ocurría siempre que mi posicionamiento estaba en línea paralela con los que mandaban en la redacción del noticiario para el que trabajaba. Mirando ahora por el retrovisor, creo que me pude ahorrar muchos dolores de cabeza pero algunos aunque me costaron caro valieron la pena.

Cambiar mi horario súbitamente para que mi turno de trabajo iniciara a las tres de la madrugada fue una de las muchas represalias que tomaron en mi contra algunos de los que dirigieron ese noticiario.

Aquí hago una digresión para destacar a dos compañeros que fueron mis aliados solidarios en una de esas batallas que perdí ganándola. Al editor que me advirtió de la intención de mi superior de cambiar el contenido de un reportaje que dejé listo para transmitirse y la de la mujer ancla que puso en la línea su trabajo al negarse a leer una introducción a ese reportaje que alteraba lo que yo había escrito.

El resultado de mi “insubordinación” fue que aún con ya tres décadas en la empresa me ordenaron entrar a las tres de la madrugada, esto cuando la redacción no iniciaba labores hasta las cuatro. Pero esta reflexión no trata sobre el derecho que deben tener los periodistas de realizar su trabajo en plena libertad sin ser coartados por sus jefes o elementos externos. Trata sobre las muchas caras de Puerto Rico mientras va despertando y los periodistas testigos de esos cambios según avanza la luz del día.

¿Alguna vez se han preguntado cómo es la vida de los periodistas que madrugan para llevarle las primeras noticias del día? Doce meses en ese turno me mostraron un Puerto Rico que no conocía y el sacrificio de los compañeros que trabajan rompiendo el día. Por supuesto que cobran por su trabajo pero ni un centavo más que los que tienen un horario regular de nueve a seis y ese horario, mis queridos lectores, ¡merece un bono!

Aprendes a vivir en dirección contraria a las manecillas del reloj. Mientras los otros duermen uno está de camino a la redacción por una carretera húmeda y silenciosa, siempre encuentras el estacionamiento vacío y cuando otros están llegando con el café en la mano uno está buscando dónde almorzar. Cuando el resto apenas comienza su jornada de trabajo, la de los madrugadores está a punto de concluir.

A esa hora ya fueron testigos de escenas violentas, fuegos precoces, bloqueos de carreteras y edificios por trabajadores frustrados en pie de lucha, se enfrentaron a policías airados, lágrimas de dolor de las víctimas de un crimen, la muerte de un niño en medio de una refriega entre narcotraficantes, hallazgos de cuerpos putrefactos en un pastizal y arrestos desvelados. En fin, vieron la cara de un país en decadencia que se despereza de su propio dolor.

 

En mi caso llegué un día con el ruedo de mi pantalón manchado en la sangre de la más reciente víctima del narcotráfico. Corrimos hacia el punto más alto de la barriada donde yacía con el corazón reventado por una bala de un chico que no pasaba de los 16 años. Iba dando saltos tratando de evadir los hilos de sangre que emanaban de su cuerpo y terminé parada cerca del cuerpo sin vida y sobre un charco de sangre. Para cuando la policía me advirtió, ya el pantalón había absorbido la sangre que no salió ni con tres días en remojo. La imagen de unos padres gritando desesperados por atravesar la cinta amarilla de la policía para abrazar a su hijo muerto tardó aún más en borrarse de mi mente.

Puedo recordar la desazón que una vez me acompañó por mucho tiempo al descubrir que en la masacre que estuve cubriendo durante todo mi turno de trabajo una de las víctimas era hijo de una buena amiga. Durante la transmisión denuncié la placidez con que unos comensales de una pizzería cercana a la escena continuaban con la música de bachata a todo volumen y observaban desde la terraza del lugar con sus pedazos de pizza en mano la escena de aquellos jóvenes muertos a tiros. Critiqué una vez más la deshumanización con que los empleados de forense, la policía y el fiscal de turno tratan estas escenas y me fui a llorar a mi casa el resto del día.

Una gran amiga poeta y sicóloga que ya no está entre los vivos, me decía siempre que a los periodistas habría que pagarles visitas con esos profesionales como ocurre con los policías o los soldados. Estar siempre en el frente de batalla como testigos de la historia del país tiene su precio emocional. Por supuesto, ningún dueño de medio estaría dispuesto a cubrir esos gastos, ya les duele pagar parte del seguro médico de sus empleados. Su comentario venía a propósito de la cobertura periodística que se dio durante el paso del huracán Hugo y los efectos devastadores que este tuvo en el país. No puedo imaginar que diría de los que estuvieron trabajando día y noche cubriendo el impacto que tuvo el huracán María en Puerto Rico.

Algunos califican de un profundo amor y vocación los riesgos que asumen algunos periodistas durante su trabajo. Yo les llamo todo eso pero también existe un grado de insensatez que nos hace creer que somos inmunes a lo que nos rodea. Para muestras, recuerdo dos ocasiones en que esa imprudencia puso en riesgo nuestras vidas. Un tiroteo en el implosionado residencial Las Gladiolas en Hato Rey donde un “ricochet” por poco nos cuesta la vida y una tormenta en Vieques que cubrí junto a César Figueroa, a quien recordamos por su valiente lucha en contra del cáncer. Eso fue lo único que logró interponerse entre este fotoperiodista y una buena toma.

Esa madrugada nos tocaban las primeras transmisiones desde Vieques para informar cómo se encontraba la situación en la pequeña isla, lo que retrasó nuestra salida hacia un refugio. Con nosotros estaban un periodista del The San Juan Star y su compañero fotoperiodista Humberto Trías. Bajamos del Monte Carmelo en medio de fuertes aguaceros por una pendiente sin asfaltar que no permitía tener mucho control de los frenos. Ya con los vientos arreciando decidimos meternos en una construcción a medio terminar. Usamos de refugio el pequeño baño que ya estaba terminado. Humberto quería una gran fotografía de los techos volando y salió al descampado. Detrás iba César, le grité que no tenía que ponerse en riesgo, su respuesta fue que el iba a grabar a Humberto ¡cuando un zinc le volara la cabeza! Esa mañana recordé a la sicóloga y su consejo.

Un año levantándome a las dos de la mañana para ponchar a las tres me sirvió para conocer un país donde se ejercita la maldad en medio de la oscuridad para dejarla al descubierto con los primeros rayos del sol. También me regaló un nuevo grupo de compañeros de trabajo, cómplices de almuerzos mañaneros, y me mantuvo a salvo por un tiempo de la persecución laboral, porque a esa hora los jefes duermen.


Sobre Daisy Sánchez
Daisy Sánchez

Su labor profesional en el campo del periodismo y la investigación le han merecido varios reconocimientos. Dos de sus libros han sido premiados: "Cita con la Injusticia" y "La que te llama vida: In?


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