El cooperativismo frente a la escasez de vivienda en Puerto Rico

El cooperativismo frente a la escasez de vivienda en Puerto Rico

La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan. Emile Zola.

Una de las decisiones más lamentables emitidas por el Tribunal Supremo de EEUU (TSEU) al final de su reciente término, fue su fallo en Grants Pass v. Johnson. El mismo avala que distintas administraciones territoriales en todo el país legislen para castigar penalmente a personas sin hogar por pernoctar en áreas públicas. Se valida la determinación de multar y arrestar a personas sin hogar que habiten espacios públicos, aun cuando esas mismas administraciones no provean ningún tipo de alternativa habitacional o de refugios para esa población. Específicamente, el Supremo Federal determinó que la protección contra "castigos crueles e inusitados" contenida en la Octava Enmienda de la Constitución de EEUU, no impedía a la Ciudad de Grants Pass establecer normas para castigar a las personas sin hogar por acampar en espacios públicos dentro de la ciudad. 

Si bien el TSEU no cerró puertas a que en un futuro se puedan impugnar ese tipo de medidas bajo otros fundamentos legales, lo cierto es que su fallo respalda la tendencia de muchas comunidades a criminalizar la pobreza en general y el sinhogarismo en particular. Es decir, de castigar a las personas por incurrir en conductas forzadas por sus condiciones de miseria material, como producto de un sistema económico que propende naturalmente a la desigualdad social. Es como si el sinhogarismo se tratara de un tema de elección personal, pues permite que las distintas unidades políticas de autoridad territorial lo castiguen, aun cuando, tal y como se demostró en el caso de Grant Pass, la ciudad no ofrecía otras alternativas. Pero, como bien señalan organizaciones en defensa de los derechos humanos de esa población desventajada, lo único de elección personal que tiene el asunto, es la de los políticos que prefieren castigar a las víctimas de las desigualdades sociales, antes que tomar medidas para remediarlas. Para desenmascarar la pretendida neutralidad del Tribunal Supremo Federal en su determinación, basta recordar el aforismo del escritor Emile Zola, que sirve de introducción a estas palabras.

Como sabemos, dada nuestra condición colonial, la referida opinión del TSEU incide directamente sobre nuestros derechos sociales. Ello debe de preocuparnos grandemente, pues el problema de la falta de vivienda digna a precios asequibles, es un tema que se agrava cotidianamente en nuestro país. Por un lado, además de por la inflación, el precio de las viviendas ha incrementado por otras causas, como por ejemplo el que ricos norteamericanos se hayan convertido en los nuevos residentes de la isla, pagando la adquisición de residencias a precies exorbitantes con lo que se ahorran en contribuciones federales y estatales gracias a la Ley 60. De otra parte, cada vez existe menos oferta de vivienda de alquiler, en un mercado aceleradamente capturado por la industria de alquileres a corto plazo.  En ambas vertientes se trata de problemas que surgen o se agravan como consecuencia de políticas públicas establecidas por los administradores coloniales, cuya intención es beneficiar a los grandes capitales en perjuicio de los sectores más necesitados de nuestra población. Y no olvidemos que la familia del Gobernador Pierluissi se ha agenciado una buena tajada de los beneficios generados por la puesta en marcha de tales políticas que impactan negativamente el mercado de viviendas en Puerto Rico, a través de los negocios de su hijo y de su nuera.

Ante ese cuadro desolador, esperaríamos que el cooperativismo puertorriqueño asumiera un papel protagónico con propuestas solidarias para solucionar la grave crisis de vivienda que vive nuestra población. No obstante, no advertimos una actitud proactiva por parte del sector de vivienda, cooperativa ni del de ahorro y crédito en esa dirección.

A pesar de que el cooperativismo de vivienda fue muy exitoso en proveer vivienda asequible a nuestra población de ingresos bajos y moderados en otros momentos de crisis, ello se logró mediante la promoción por parte del Estado del modelo de vivienda mancomunada en el cual la propiedad de los inmuebles era colectiva, y las personas socias disfrutaban de derechos de ocupación sobre la unidades, permitiendo una gran movilidad tanto al interior de las cooperativas como en la entrada y salida de personas según su necesidad. Lamentablemente, a comienzos de este siglo, institucionalmente el cooperativismo puertorriqueño renunció a ese modelo, pasando a abrazar el de las cooperativas de titulares (de propiedad privada de las unidades de vivienda) incorporado en la Ley 239 de 2004. Desde entonces, su quehacer ha priorizado en promover la transformación de las exitosas cooperativas de propiedad común existentes, en cooperativas de titulares. Ello, descartando como objetivo del cooperativismo de viviendas el garantizar un techo seguro y adecuado a las cambiantes necesidades de las composiciones familiares de sus socias; para asumir que su finalidad es proveer un título de propiedad privada sobre tales. Y para colmo de males, esa transición del modelo de cooperativas mancomunadas a cooperativas de titulares se defendió que fuera gratuito, incentivando así que las personas socias pudiesen especular y generar lucro con sus unidades asignadas de vivienda.

Así, en vez de continuar promoviendo alternativas de vivienda para familias necesitadas que pudieran optar por apartamentos a costos por debajo del mercado mientras los necesitaran, se prefirió reconocerle a las personas socias una expectativa de capitalización sobre activos anteriormente propiedad de la cooperativa. Tanto así que en el 2011 se promovió la aprobación de la llamada “Ley de Nuevo Modelo de Vivienda Cooperativa de Puerto Rico”, donde quedó fijada como política pública del cooperativismo, transitar de la propiedad común hacia la propiedad privada de las unidades de vivienda, una vez se saldaran las hipotecas que gravaban los inmuebles.[1]

Con ello el movimiento cooperativista de vivienda comenzaría a transitar en sentido contrario a la esencia del cooperativismo, en la medida en que como fin último se sustituyó su finalidad mutualista sin ánimo de lucro, por la finalidad lucrativa de capitalización individual sobre la previa propiedad común. [2]  Y aunque el modelo de titulares se siguió llamando cooperativo (en la medida en que el derecho de propiedad presuntamente quedaba subordinado a la membresía en la cooperativa, y por tanto, a las normas de control social que se establecieran); la realidad es que la tenencia de propiedad y no el factor necesidad se convertiría en el elemento determinante. Por ejemplo, bajo el modelo de propiedad común, si una familia necesitaba moverse a una unidad con mayor número de habitaciones porque le había nacido un crío o asumía el cuido de un anciano, podía solicitar un cambio y la cooperativa la asignaba una unidad disponible de mayor cabida. Igualmente, se podía solicitar una unidad más pequeña y pagar menor renta, cuando el tamaño de la unidad familiar decrecía. Eso no es posible en un régimen en el cual cada cual es dueño individual de su propia unidad.

Similarmente, bajo el modelo mancomunado se mantenían los beneficios de los programas sociales de subsidio de rentas aplicables a proyectos de alquiler; con lo que familias indigentes podían acceder a la calidad de vida comunitaria que proveían las cooperativas de viviendas con su particular mecanismo de control social. También, la existencia de esos programas ayudaba a las socias a poder mantener sus unidades en casos de pérdida laboral o incapacidad. Pero no solo ello, si no que el mantenimiento interno de los equipos y componentes de las unidades en la mancomunidad es responsabilidad de la cooperativa, mientras en la titularidad pasa a ser responsabilidad de las socias individuales, quienes, de otra parte, tienen que empezar a pagar cuotas de mantenimiento respecto de los elementos comunes. Así, ante la renuncia a los programas de subsidios gubernamentales, para solventar entonces los incrementos en los gastos de mantenimiento sin tener que aumentar las mensualidades, varias cooperativas iniciaron la práctica de mantener bajo propiedad común algunas unidades (procomunales), alquilándolas a precios de mercado con el objetivo de generar ganancias que ayuden a las socias a pagar menores cuotas de mantenimiento. Es decir, establecer una operación lucrativa dentro de la cooperativa para distribuir esa ganancia entre las socias, aprovechándose de la necesidad de vivienda de inquilinos sin ningún tipo de derechos. Se trata de un mecanismo de dudosa legalidad, y de claro abandono de los más elementales principios de cooperativismo. No olvidemos que mientras el inmueble en su totalidad era de propiedad colectiva, a través de la cooperativa siempre existía la posibilidad de utilizarlo de colateral para adquirir los financiamientos necesarios para realizar obras mayores, beneficio que también se pierde con la titularidad y que obligará a la imposición de derramas como en los condominios. Igualmente, en la medida en que el pago por ocupación cualificaba como alquiler, se permitía solventar parte del mantenimiento interno de las unidades con los subsidios gubernamentales.

Según mencionamos antes, las cooperativas mancomunadas, en la medida en que no creaban una expectativa de titularidad (sin comprometer el derecho a un techo estable y seguro, incluso cualificadamente transferible) sirvieron para promover la movilidad social en Puerto Rico. Ello así, pues, una vez generaban condiciones económicas que les permitían satisfacer sus necesidades de vivienda por otros medios, muchas familias se daban de baja de la cooperativa, abriéndole espacios a familias nuevas. Esa movilidad se ha detenido con la inclusión del objetivo de la titularidad, el que evita que personas con mayores recursos tomen la decisión de moverse de la cooperativa, al menos, no hasta que hagan efectivo el traslado pleno de la propiedad a su nombre. Por ello, se ha reducido la capacidad de acceso a las cooperativas de familias jóvenes que recién se incorporan al mundo del trabajo. Estas se beneficiaban de la mancomunidad, pues con tan solo ahorrar unas cantidades mínimas para el pago de la cuota de membresía (la equidad), podían hacerse de una unidad de vivienda de carácter seguro. Por el contrario, bajo la titularidad necesitan pagar el precio total del apartamento a la persona socia que lo posea, con lo que las razones para preferir una cooperativa frente al régimen de propiedad horizontal, resulta económicamente cuestionable. De otro modo, se ven obligados a sucumbir ante el desenfreno del mercado lucrativo de alquileres.

Pero no olvidemos que las mayores víctimas de ese retroceso fueron las personas más pobres quienes residían en las cooperativas de vivienda gracias a los subsidios gubernamentales para el pago de sus rentas; cooperativas que por Ley, eran para personas de bajos y moderados ingresos.[3] Esa población usualmente carecería de recursos propios para permanecer como socias en un nuevo régimen habitacional, al no contaran con el beneficio de los programas de subsidio para el pago de lo que entonces serían cuotas de mantenimiento. El impacto de la insolidaridad del movimiento cooperativo en ese momento con tales sectores desventajados y sus consecuencias sobre el sinhogarismo como producto del ánimo lucrativo de sectores influyentes favorecedores de la titularidad, es un asunto que merece ser estudiado a profundidad. Ello, mientras de otro lado, se procuraban miembros capaces de asumir los nuevos mantenimientos a cambio de beneficiarse del regalo de una unidad de vivienda libre de costo; en la mayoría de los casos, gente que nunca convivió en una cooperativa. Y ni hablar de los alegados casos de socios que mediante distintos subterfugios trataron de gestionarse más de una unidad de vivienda para sus familias, previo a las transiciones anunciadas. Fue esa desvinculación respecto de los valores, principios e identidad cooperativa, la que llevó entonces al surgimiento de grupos de socias defensoras de liquidar de una vez las cooperativas, convirtiéndolas en condominios.

Sin embargo, la fuerza intrínseca del cooperativismo genuino no debe ser menospreciada. A pesar de que importantes sectores del movimiento con puntuales intereses personales, asesores con miras a lucrarse de las transacciones de transferencias de activos, así como funcionarios gubernamentales carentes de mínimos conocimientos sobre la doctrina cooperativista, cerraron filas para permitir la “superación” del sistema cooperativo de propiedad colectiva y su “evolución” hacia la titularidad privada; muchas otras buenas personas cooperativistas se organizaron para defender la mancomunidad que tan buenos servicios ha rendido. Algunas, lamentablemente para ellas, así como para el futuro del cooperativismo no lo consiguieron. Pero otras, como por ejemplo miembros de la Cooperativa Alejandro Tapia y de la Cooperativa Los Robles, han logrado proteger a sus cooperativas de ese proceso de desnaturalización.

Nuevamente la situación de crisis de acceso a la vivienda entre los sectores de ingresos bajos y moderados exige del cooperativismo soluciones eficaces fundadas en la solidaridad y el modelo mutualista no lucrativo. Para ello, habrá que reconocer los errores que se cometieron en el pasado, así como impedir que las tendencias desnaturalizantes se continúen propagando.  Lo anterior requerirá de una profunda reflexión no solo del liderato del cooperativismo de vivienda, sino de todo el cooperativismo de forma integral, promoviendo formas innovadoras de utilizar los ahorros del pueblo en manos de las cooperativas financieras para promover ese desarrollo. De ese proceso autocrítico que necesariamente le toca realizar institucionalmente al movimiento, así como de las experiencias de lucha de tantas buenas cooperativistas que han defendido la identidad y esencia del mismo, confiamos en que emergerán soluciones creativas para atender el acuciante problema de falta de viviendas en Puerto Rico. Soluciones que partan de la genuina convicción de que la solidaridad puede mucho más que el egoísmo.


[1] Artículo 8. — Transformación del derecho de ocupación en derecho de titularidad.

Los socios activos que estén ejerciendo su derecho de ocupación a la fecha de saldo de la hipoteca podrán adquirir derecho de propiedad sobre su unidad de vivienda tras la correspondiente conversión al régimen de titulares establecido en la Ley General de Sociedades Cooperativas. En el nuevo modelo de cooperativas de vivienda establecido en esta Ley la conversión estará garantizada e integrada como procedimiento automático en las cláusulas de incorporación. Así se establecerá en el Plan Estratégico, en el Plan de Construcción, Conversión, Adquisición, Rehabilitación y Coordinación de Financiamiento Interino y en el Plan Operacional y Económico. La titularidad individual sólo se creará y se hará efectiva como consecuencia del saldo de la hipoteca y concluido el proceso de conversión. Ningún socio, funcionario, entidad, agencia o persona podrá hacer acuerdos, transacciones o contratos sobre la titularidad individual previo a esta conversión. (17 L.P.R.A. § 1066)

[2] La revista de la Asociación Internacional de Derecho Cooperativo nos publicó un extenso artículo científico sobre cómo este proceso constituiría un retroceso del movimiento cooperativista puertorriqueño conducente a la eventual desaparición del cooperativismo de vivienda. ColónMorales, R. (2018). «La Ruta Autodestructiva del Cooperativismo de Vivienda Puertorriqueño: El Problema de la Pérdida de la Identidad Cooperativa Mediante la Transformación de Valores de Uso en Valores de Cambio». Boletín De La Asociación Internacional De Derecho Cooperativo, n.º 52 (julio), 19-46. https://doi.org/10.18543/baidc-52-2018pp19-46.

[3] 5 L.P.R.A. § 4580


Sobre Rubén Colón Morales
Rubén Colón Morales

Es abogado, graduado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y de maestría de la Universidad de Harvard. Fue oficial jurídico en el Tribunal Supremo en los años 90. Ha impartido


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