Boricuas de todas las especies: A propósito de una visita a la residencia artística de Bad Bunny

Boricuas de todas las especies: A propósito de una visita a la residencia artística de Bad Bunny

Decía Thích Nhat Hanh, el maestro zen vietnamita fallecido en el 2022, que quien aprende a sufrir sufre menos y quien sufre menos puede pensar con más claridad cómo transformar las circunstancias que lo atormentan. Sufrir menos, por consiguiente, puede ser la antesala a dejar de sufrir. Algún sufrimiento siempre habrá, pero no tiene por qué ser siempre el mismo. Descubriendo sus causas y los recursos disponibles para transformarlas pueden ser eliminados muchos sufrimientos.

El colonialismo es una causa común de sufrimientos para muchas de nosotras en el país. No lo es para todas. Hay quienes obtienen enormes ventajas de este sufrimiento centenario y ajeno. Tampoco es el único. El colonialismo interseca con otros modos de (hacer) sufrir por jerarquizaciones (también coloniales) de género, clase, y raza, entre otras. Ninguna de estas jerarquías son abstractas y ninguna de las violencias que implican son solo simbólicas, aunque todas descansan en la asignación de una identidad que se piensa como deficiente en comparación a otras. Acuerpar alguna de estas identidades es existir en el polo receptor de núltiples violencias, grandes o chiquitas. Las registramos en el cuerpo con intensidades variadas a pesar de las campañas constantes que las niegan e insisten en las "ventajas y beneficios" de la subordinación. "EI ELA es una campaña constante de gaslighting", comentó alguna vez en clase un alumno perspicaz. Tienes razón Matías; también lo es el día de las madres.

Cada una de nosotras tiene el mapa corporal de sus aflicciones y el calidoscopio de sus emociones. Para algunas prima la frustración de no conseguir casa o la ansiedad de no obtener empleo; para otras es la preocupación por el acceso a la comida, a la educación o a la salud o la preocupación por la calidad de todas ellas. La que menos experimenta el colonialismo a todo color precisamente cuando el apagón la deja a oscuras. El colonialismo es una maquinita infatigable de sufrimientos, por ello la importancia de los alivios que nos dan espacio para descubrir y transformar sus causas.

Decía Thay, como le llamaban sus estudiantes, que para aliviar el sufrimiento conviene fijar la atención en aquello que no duele en el instante mismo en el que sufrimos. Ningún suplicio es absoluto aunque lo parezca. Todo dolor, grande o pequeño, tiene un borde, un lugar disponible a la consciencia que no está anegado, una esquinita del cuerpo que permanece en calma, o abierta a algún grado de placer. En una situación calamitosa, un remedio de primeros auxilios es hacer el recuento de lo que no duele y descansar en ello nuestra atención. Por eso es que los mejores consuelos son los que nos ayudan a ampliar ese inventario, dándole a la mente doliente un refugio en su propio cuerpo, algún borde donde descansar del registro implacable del propio dolor. El alivio puede ser un abrazo prolongado, la escucha sosegada de quien se ofrece como testigo, el anticipar y ofrecer la próxima cena. Los peores consuelos sustituyen la acción por el pensamiento e intentan calmar directamente la mente. "No te convenía" o "Ya no está sufriendo". . "Dios sabe lo que hace" o "Tuvo una vida larga y buena." Y una piensa, "que sí, que seguramente dios siempre sabe lo que yo no... " pero que saber en esos momentos importa poco. El dolor invariablemente cobrará de vuelta su centralidad e intensidad, pero cuando el alivio se experimenta en el cuerpo una recordará que no tiene porqué ser una experiencia absoluta.

La música en Puerto Rico es frecuentemente un alivio en el cuerpo, ese lugar de descanso o placer que nos ofrece un borde a los dolores personales o colectivos. Si la letra o la melodía conversa con lo que nos atormenta, nos ayudan a la elaboración personal de sentido. Si se escucha en vivo y en agradable compañía sus efectos se potencian, y cuando la audiencia es multitudinaria, la experiencia puede ser sacramental. Si hiciera falta validar estas aseveraciones con otro referente que la experiencia común de haber sufrido y encontrado algún consuelo, incluyo la opinión de una de las autoridades contemporáneas en el tratamiento del trauma, esa forma de sufrir sin apoyos ni testigos que puede ser tanto único evento dramático, como ausencia o calamidad nefasta y recurrente.

El trauma es una experiencia común a los mamíferos silvestres que viven la amenaza de la depredación, por eso dice el Dr. Bruce Perry que "InJuestra especie no podría haber sobrevivido si la mayoría de nuestros ancestros hubieran perdido la capacidad de funcionar bien debido al trauma" (What happened to you? 2021, p. 150). Agraciadamente tenían maneras de cómo atenderlo y Perry afirma que hasta el sol de hoy las estrategias terapéuticas contemporáneas descansan sobre "Illos pilares de la sanación ancestral[:] (1) la conexión al clan y al mundo natural; (2) los ritmos reguladores de las danzas, los tambores y las canciones; (3) un conjunto de creencias, valores e historias que puedan ofrecer sentido al trauma que es producto de eventos aleatorios o sin razón [...]" (150). Perry se lamenta que en el norte globa la mayoría de los contextos terapéuticos soslayan la efectividad de las primeras dos estrategias —la conexión al clan, al entorno y los ritmos reguladores — y sobreenfatizan la elaboración narrativa del sentido. Les boricuas, sin embargo, somos especialistas en refugiarnos en nuestra relativa riqueza relacional, en acudir al territorio como espacio terapéutico y en regodearnos al son de cualquier ritmo más allá de los propios: "el perreo, la salsa, la bomba y la plena." Le debemos a nuestros ancestros el saber sudar nuestros dolores en conversación rítmica con alguna plenera o algún barril, solazarnos bajo la sombra del palmar playero y refugiarnos en el fresco de alguna ribera. Estamos aqui-de-donde-no- queremos-irnos porque llevamos siglos encontrando y ofreciendo los bordes que son la compañía solidaria, la belleza del territorio o los ritmos de la algarabía.

Esto es lo que pensé tras comparecer a uno de los treinta conciertos de la residencia artistica de Bad Bunny en el Choliseo. "No me quiero ir de aquí" es un desafío rítmico a la alevosa y persistente intención colonial de echarnos del archipiélago por la vía de hacernos la vida imposible a través de la falta de acceso a todo cuanto nos es vital (el territorio, la vivienda, la energía, los cuidados, la salud, la educación, la alimentación, y el transporte), a través del desmantelamiento del orden institucional, y de la displicente gobernanza de los partidos colonialistas. "No me quiero ir de aquí" es también la más concurrida primera fiesta de marquesina, como la describe Yarimar Bonilla, y la noche de la puertorriqueñidad más esmerada, luj(uri)osa y libre en la que hayamos participado. El "Bad Bunny bump" del que hablan todos los foros económicos —diseñado para duplicar la cantidad de visitantes que llegan a la isla en la temporada baja del verano y para concentrar la actividad económica de una gira por los EEUU en una sola localidad, la nuestra-es una ejemplar demostración de la visión, del compromiso y de la capacidad creativa y ejecutiva de "la generación del no me dejo."

En este país tenemos experiencias imprescindibles de resistencias existosas. Vieques y el Verano del 2019 marcan dos referentes por su alcance y logros. La residencia de Bad Bunny se suma, sin embargo, a otra cadena inductiva, la de las historias de éxito con las que detener la letanía intergeneracional del "mejor no, porque eso es muy complicado" y del "no se puede" porque "somos muy chiquitos." Es también una invitación a recordar los beneficios terapéuticos de reactivar el imaginario y la presencia del clan que hace de la isla grande el epicentro de un archipiélago con decenas de enclaves conocidos (y desconocidos) más allá del territorio. Quiero pensar que ya habíamos zanjado el impertinente debate de que hay que hablar español o haber nacido en Puerto Rico para ser boricua. Ahora también sabemos que irse no es dejar de estar aquí. Es vivir como en la modalidad pandémica: mirándonos, pero sin tocarnos. Una de las funciones del coro cinematográfico que forman Jacobo Morales y Concho es recordárnoslo. Desde el calor de nuestro verano nos obligan a aquilatar a las que regresan al frío y las implicaciones que tendría para los de aquí o las de allá si nos pasara "Lo que le pasó a Hawái."

El rol de Concho en el espectáculo es de por sí novel. No es el de ser un Mickey Mouse boricua a pesar de las camisetas que se venden cada noche como bacalaitos en feria, sino el de extender nuestro sentido de pertenencia más allá de lo humano. "Make kin, not babies" invita la filósofa estadounidense Donna Haraway. Y Concho, en aprietos como todos los anfibios, es kin, también es parte del clan boricua, como lo es todo lo vivo que comparte nuestros orígenes territoriales, y como todo lo que sostenía la vida del territorio antes de la llegada de nuestros ancestros hace seis mil años.

Las boris venimos en todos los tamaños y en todos colores y nacemos donde nos da la gana, como ha dicho la escritora afroboricua Mayra Santos Febres, pero también venimos en multiplicidad de especies, cada una con su particular registro sonoro. En su casa, Bad Bunny no es el cantante más famoso. ¡Es el coquí! Y a pesar de sus éxitos, nadie vuela más alto que alguna de las diecinueve especies de aves endémicas, ni nadie sortea mejor los obstáculos que nuestras dos especies de murciélagos, ni nadie ha persistido por más tiempo que las 61 especies de reptiles que evolucionaron aquí. No solo nuestra permanencia está amenazada. También está la de todos ellos. La defensa del territorio compartido con los animales no humanos—y con las plantas que les ofrecen alimento y cobijo-es la defensa de la vida del territorio. Porque si el territorio está vivo, como debemos aprender a percibirlo y conocerlo, es por todo lo no humano que lo ocupa, que lo hace fértil, que lo recrea. Por que está vivo es que nos ofende la ilusión de volverlo un mosaico de comunidades cerradas, campos de golf, y paisajes de diseñador. No hay ninguna persona de ciencia que puede listar exhaustivamente las cientos de miles de maneras que la vida humana está entretejida con la vida no humana, pero quienes estudian estos tenomenos nos dicen que ninguna especie sobrevive sola, y que todas precisan de las demás para mantener la proporción correcta de gases en la atmósfera, la fertilidad de los suelos y la regularidad de las lluvias. El sueño de manicurar el paisaje boricua para que todo parezca apropiado a un enclave de marca (branded living) esconde la pesadilla del ecocidio, de la que es muy difícil despertar.

La defensa de la vida en el territorio tuvo esa noche también un porta estandarte humano. Uno de los integrantes de la banda musical Chuwi, radicada en el oeste, cruzó el escenario con una camiseta que leía "No al proyecto Esencia". Aplaudimos. No a Esencia en Cabo Rojo. No a Moncayo en Fajardo. No a la amenaza de trozarnos en una serie de mini-estados casi feudales sostenidos por el inmenso trabajo extra muros. Vuelven a sonar las congas, pero esta vez no es como al principio, "para que la isla se ponga contenta" ', en la explicación que nos dio Julito Gastón cuando reencuentra sus tambores. Esta última vez suenan en advertencia a un clan que con labios, picos, ancas, patas, piernas, alas, aletas y brazos canta, croa y baila sus melodías, se miran a los ojos reconociéndose y avanzan inexorablemente a un ritmo que solo se escucha con el corazón.


Sobre Anayra Santory Jorge


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